"ENCADENADOS" REFLEXIÓN POR KEPA TAMAMES
Por Kepa Tamames
Recuerdo haber oído (quizá fue a mí mismo) aquello de que quien quiera mostrarse cruel con un perro acaso no necesite apalearlo, sino atarlo a perpetuidad. Y no me parece exagerada la reflexión, pues pocas cosas hay tan execrables como la extendida costumbre de amarrar a estos nobles seres y olvidarse de ellos, asumiendo un comportamiento que bien merece calificarse de “violencia por omisión”.
Se trata de una forma de agresión tan absurda como repugnante, por cuanto cercena algunas de las necesidades más básicas de la víctima. En efecto, sabido es que nuestros queridos perros son individuos eminentemente sociales, y que en calidad de tales requieren el contacto con los demás (humanos o congéneres; o mejor ambos), formar parte de un clan, establecer roles y castas, mandar y ser mandado: una vida rica en estímulos, en definitiva. Pero la cadena destruye de raíz todo lo que ellos valoran, y de ahí la reflexión inicial.
Tiende uno a pensar que determinadas realidades se dan sobre todo en sociedades pobres, cuyos habitantes se rigen por mentalidades obsoletas y prejuiciosas. Pero son multitud los casos similares que acontecen por igual en el mundo opulento. En la mentalidad de no pocos ciudadanos permanece intacta la costumbre de mantener lo que en algunos lugares denominan perros de puerta –espeluznante etiqueta, no me lo negarán–, en contraposición a otros animales de la misma casa, también perros en ocasiones, a los que se permite completa libertad de movimientos por la estancia. Algunos de ellos incluso pernoctan en el interior, mientras sus desdichados compañeros sufren el calvario constante de la intemperie y la frustración. Este doble escenario muestra como pocos la mentalidad esquizofrénica que observa a menudo el ser humano, y nos regala un dramático ejemplo no ya del famoso especismo –que también–, sino de la discriminación arbitraria en su estrato más primario: el individuismo (ustedes disculparán el “palabro”).
Es así que un sinnúmero de perros permanecen atados a una cadena durante largos períodos de tiempo, y no pocos durante toda su vida. Resulta difícil imaginar una tortura más refinada, antes lo decía, teniendo en cuenta su naturaleza gregaria. Se trata, como conoce bien cualquiera que haya tenido oportunidad de convivir con uno de ellos, de seres que requieren constante atención afectiva, que están “diseñados” para pertenecer a un clan estratificado y participar de las actividades del grupo. Hablamos de tipos curiosos, amantes de las relaciones con sus iguales (también con miembros de otras especies además de la humana o de la suya propia), y que agradecen entusiasmados algo tan simple como una caricia o unas palabras amables. Con tales premisas psicológicas, condenarles a permanecer siempre amarrados constituye un crimen execrable. En dicha circunstancia, todos sus instintos y deseos quedan cercenados, con el componente de sufrimiento emocional que ello conlleva.
Se supone que esta horrible práctica tiene por objeto disuadir a hipotéticos malhechores de introducirse en la propiedad, pero con demasiada frecuencia responde a un comportamiento compulsivo e irracional por parte de los dueños (utilizado aquí el término en toda su crudeza posesiva), puesto que mantienen atados a animales en lugares donde no existe nada de valor, y que por tanto carecen de interés para cualquier caco con ciertas expectativas. Por supuesto que el hecho de resultar eficaces en su “cometido” no justifica ni de lejos tamaña agresión, pero aún resulta más despreciable en aquellos casos en los que ni siquiera existe una causa objetiva. Simplemente se ata al animal a la cadena cuando es cachorro para que permanezca allí como un elemento decorativo más del entorno. Y si acaso alguien tratase de legitimarlo aduciendo que “el ladrido ahuyenta visitas indeseables y alerta a los propietarios”, cabe recordar que existen hoy numerosos sistemas de alarma en el mercado como para seguir sometiendo a seres inocentes a esta tortura diaria. Todos estos desdichados desarrollan más pronto que tarde manifiestos desequilibrios psíquicos, tras millones de ladridos, intentos inútiles de soltarse y tirones de la cadena. Acaban así por abandonarse a su destino y claudican en su intento, entre incrédulos y humillados. La mayoría no tiene más resguardo de las inclemencias meteorológicas que una triste y apestosa caseta que acumula la suciedad de años. Y la mala alimentación es un punto más que añadir a la lista. El final es una vejez de achaques y una psiquis derrotada, hasta que una fría mañana no queda más que su cuerpo rígido e inerte.
Por encima de cuestiones de tipo práctico, lo cierto es que no tenemos autoridad moral alguna para condenar a seres pacíficos y amigables a la miseria de la soledad y al triste mundo que ofrecen los dos metros de una cadena mugrienta, tan solo para paliar comportamientos (el robo y el asalto a la propiedad privada) propios y exclusivos de la condición humana, que no canina. Si no somos capaces de respetar a nuestros compañeros de especie y a sus posesiones, en absoluto nos asiste el derecho a utilizar a otros para intentar evitar las indeseables consecuencias de nuestros más bajos instintos.
Ninguna agresión gratuita a los animales –incluyo ahora en el epígrafe a los humanos– queda justificada, pero acaso todavía menos si hacemos víctima de ella a un amigo. Y los perros son viejos amigos; no podría ser de otra forma tras quince mil años de aventuras compartidas. Ello convierte nuestro comportamiento en una infamante deshonestidad.
A nadie le agradaría ser tratado de la forma en que lo son los animales de guarda, por lo que una cierta dosis de empatía también nos viene muy bien en esta ocasión.